EL TAMAÑO DEL ODIO
Ni demasiado grandes ni demasiado pequeñas. Así ha de ser el tamaño de las piedras que se utilizan para ejecutar a las personas condenadas a morir lapidadas en algunos países islámicos. El volumen justo para alargar el sufrimiento antes de la muerte del condenado. En el caso de las mujeres, la crueldad del castigo se suma a la indefensión en la que se encuentra el género femenino. Es una forma horrible de morir que ya aparecía en el Antiguo Testamento para castigar el adulterio y que también era común en algunos países de Oriente Próximo. Pero en la actualidad, debido a una retorcida interpretación de la sharía, existen al menos cuatro estados en los que se sigue practicando. Como la palabra de un hombre vale lo mismo que la de cuatro mujeres, es suficiente con ser acusada de adulterio por algunos varones para que se aplique la salvaje sentencia. Denunciar una violación puede ser un motivo para terminar siendo víctima de esta tortura. Si añadimos a esto que no pueden ejercer el derecho a un abogado y que muchas veces firman confesiones cuyo contenido ignoran porque desconocen el lenguaje en el que están redactadas, nos hayamos ante una muestra más del odio y la represión que, en muchas partes del mundo, se sigue ejerciendo contra las mujeres. Sin embargo, tanto Irán, Indonesia, Afganistán o Somalia sientan a sus representantes en la ONU. Y, bajo ninguna circunstancia, se ha considerado la posibilidad de crear una presión internacional lo suficientemente poderosa para frenar la barbarie ejercida contra las víctimas. A este horror, hay que añadir el de los crímenes de honor o el asesinato y persecución de los homosexuales. Estos seres humanos no tienen un valor cuantificable, como el del petróleo, para las sociedades que nos calificamos como desarrolladas. Por eso, a pesar del pasajero espanto que nos producen estos actos, las potencias civilizadas nos inhibimos del asunto con una tímida reprimenda sin más consecuencias. A causa de nuestra silente complicidad dejamos que crezca el rimero de las piedras, las vejaciones y los abusos pensando quizás que, si no las lanzamos con nuestras propias manos, estaremos libres de incurrir en tan abyectos pecados. Colaborando con nuestra pasividad a engordar el tamaño de todo ese odio.
Publicado en El País y en Heraldo de Aragón el 21 de julio del 2010 y en Público el día 23
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