LA VICTORIA DEL YUGO
Han vuelto a pasar. Como una avalancha de odio y de locura ellos, los fascistas conocidos y sus amos neocon, han rebasado la línea de la razón para arrasar con la España que clama justicia. Justicia social frente al abuso que supone el saqueo contra el pueblo que impone que, los asaltados, paguemos el pillaje de los poderosos. Justicia, de efectos retardados, por esa España masacrada por la bota del franquismo a la que no se le permite, tan siquiera, desenterrar los cadáveres castigados a un olvido sordo y humillante. ¡ Llorad, llorad malditos! claman las alimañas de la patria. Pero en silencio. Esconded el dolor en vuestras madrigueras. Que ninguno ose, ya sea juez o villano, remover ni una mota del polvo de la historia. Carnaza para su cañón. Objetivo de sus flechas, envenenadas de infamia. Eso es lo que somos para ellos. A eso nos quieren reducir. ¡Pobres ilusos! ¿De verdad nos creíamos que nos habíamos liberado de su yugo? Este país tiene dueños. Y no parece que hayamos aprendido la lección que ya nos costó un millón de muertos, cuarenta años de mordaza y treinta y cinco de comedia democrática construida sobre la amenaza de su triunfal retorno. Y no es que hayan vuelto. Es que nunca se fueron. Se camuflaron, más o menos discretamente, en los entresijos de un sistema que jamás les pidió cuentas de sus hechos. No había que cabrearlos demasiado porque aún guardaban las pistolas engrasadas para restablecer su orden. Esas que ahora apuntan y disparan contra el díscolo juez que sacó los pies del tiesto. Contra todos nosotros, esa plebe insumisa a sus designios de un único destino en lo universal. Corderitos orates en la tierra de los lobos, que desafían a las fauces de la bestia desdeñando su condición de piezas para el matadero. Seguimos cautivos sí, a los hechos me remito, pero no desarmados. Y nuestro arsenal no pretende matar al enemigo. Tan solo reducirlo, esta vez para siempre, a la fuerza de la indignación y la palabra de los que no nos resignamos. De los que no queremos ni podemos rendirnos a la lógica de su barbarie. Al cavernícola discurso de la ley de los desentrañados, que no de los más fuertes. Porque la fuerza, aunque ahora lo dudemos, la tenemos nosotros. Y las lágrimas que hoy derramamos solo son el alimento que ayudará a germinar nuestra preciada libertad. Lloremos pues pero, cuando se seque nuestro llanto, pongámonos manos a la obra. Tenemos mucho trabajo por hacer. Mucha maleza que arrancar.
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Anónimo -