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LA CONDICIÓN DEL ESCORPIÓN

Mientras los trabajadores de Grecia se rebelan en las calles, en una explosión de rabia incontenible, por los sacrificios que se les exigen con la excusa de remontar la quiebra de su país, los oráculos de la economía internacional advierten a los españoles aquello de “cuando veas las barbas de tu vecino pelar…”. Ninguno de estos profetas de las finanzas como Standard & Poor’s o el Financial Times abrieron sus bocas para advertir sobre las consecuencias del modelo económico desarrollado durante el periodo del gobierno del PP entre 1996 y el 2004. Las privatizaciones se fueron sucediendo sin que la eficiencia ni la rentabilidad de empresas como Endesa, Telefónica o Repsol sirvieran para dar mejores servicios ni abaratar los costes al consumidor. Sin embargo, la liberalización de estos sectores produjo un enriquecimiento milagroso para una determinada clase, afín a los círculos del poder, que exponencialmente, vieron aumentar su patrimonio con la efervescencia del mejor champán francés. El miedo, esa gran baza con la que cuenta la corriente neoconservadora, ha sido otro detonante imprescindible para que la ciudadanía nos tragáramos la píldora de la necesidad de externalizar y concertar en sanidad y educación. Dos pilares de la sociedad de bienestar que ya se dibujan como el próximo pelotazo de los depredadores. A lo que hay que añadir el clima de inseguridad creado en torno a la viabilidad de las pensiones públicas con el premeditado objetivo de hacer aparecer a los planes de pensiones privados como la única posibilidad de garantizarnos nuestra solvencia tras la jubilación.

Tampoco alertaron del peligro que suponía “la ley del suelo”, en virtud a la cual, cada centímetro urbano o natural de nuestro territorio era superficie susceptible de ser edificada despreciando tanto la degradación del resto del entramado productivo, que quedó focalizado en el ladrillo, como la explotación del patrimonio medioambiental. La filosofía del cuerno de la abundancia caló en la mente de la población que, haciendo gala de una extremada candidez, se convenció de que toda esa riqueza estaba al alcance de nuestra mano sin demasiado esfuerzo. Esto posibilitó la etapa de corrupción más vergonzante de nuestra democracia y nos hizo participes de una guerra ilegal e inmoral de cuyo sangriento botín quedamos finalmente excluidos.

Ninguno de los augures que hoy pronostican nuestra caída en desgracia, avisaron del desastre que la especulación suponía para nuestro futuro. Tras el paréntesis solicitado en la economía del libremercado y la transfusión recibida por los estados, los piratas financieros refundan su vampiresco festín exigiéndonos, a la clase trabajadora, que doblemos la cerviz y nos sometamos dócilmente a la injusticia para salvar sus muebles tras la quema de la casa común.

Un pensamiento único, el de la resignación y la inevitabilidad de una reforma laboral lacerante, que se ha extendido entre la prensa nacional, al margen de las ideologías o las tendencias. Un único mensaje que nos habla de responsabilidad, realismo y austeridad (la nuestra, claro) como respuesta a la necesidad de un mercado cada vez más competitivo. Algo que, personalmente, me lleva a sospechar que la unanimidad y el consenso nacen más de la escasa imaginación para plantear alternativas que de un auténtico acto de fe en la recuperación del sistema.

Y ya que hablamos de la fe: ¿Qué les parece la petición de ayuda de Díaz-Ferrán al apóstol Santiago? En esta España de charanga y pandereta, que el capo de los capataces del cortijo implore ayuda de los santos para sí mismo y sus secuaces, ¿no les chirría ni un poquito? En momentos como este, renegaría gustosamente de mi ateísmo militante para desear que Santiago escuchara sus plegarias y respondiera con un contundente botafumeirazo al cinismo del presidente de la patronal.

Como en la fábula del escorpión (léase tiburones financieros y empresariales) y la rana (léase los pagadores de sus excesos, o sea la clase trabajadora), se cumple escrupulosamente la moraleja que trata de enseñarnos. Tras ayudarles a pasar el río del caos que la codicia y la especulación abrió ante su inexorable paso, rinden honor a su naturaleza y no titubean en clavar el aguijón en las espaldas de sus salvadores. ¿Es que acaso nos queda alguna duda de cuál es la auténtica condición de todos estos alacranes? ¿Cuánto veneno estamos dispuestos a soportar antes de desconfiar de sus ponzoñosas proposiciones?

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