LA ETERNIDAD ES DEMASIADO TIEMPO PARA MÍ
He descubierto que existe una nueva tendencia ideológica en auge en algunos países occidentales como EEUU o Gran Bretaña. Se llama Transhumanismo y su estrategia parece ser valerse de la política para conseguir la vida eterna. Así como suena más o menos. Pero la cosa no se queda ahí. Los transhumanistas sostienen que si la inteligencia artificial no deja de avanzar, amenazará en un futuro la supervivencia de la raza humana (teoría que defiende el propio Hawking). Y para evitarlo, proponen una especie de fusión con la tecnología que, de tacada, nos proporcionará la inmortalidad.
Es decir, la especie humana evolucionaría a la especie transhumana. Pasaríamos a ser algo así como un cíborg que, gracias a un tuneado biónico de alta gama, superaría las enfermedades y el envejecimiento. Incluso se eliminarían los prejuicios por cuestiones raciales, por el sexo o por la apariencia física (argumentan entusiasmados sus seguidores), puesto que se podría modificar el aspecto a conveniencia con algún dispositivo de nanotecnología que llevaríamos incorporado de serie.
Por supuesto, ese mundo feliz libre de artrosis, patas de gallo y sepulturas será optativo, conceden los transhumanistas. Optativo y solo accesible a quienes tengan bien forrados sus biológicos riñones. Porque esa hipotética simbiosis con las máquinas no saldrá de balde. Lo que me hace sospechar que esta tendencia, de llegar a extenderse, solo redundaría en que los ricos, amén de ser más poderosos, serían inmortales. Hasta ahora, a los parias de la tierra nos quedaba el consuelo de saber que los banqueros y otros tiburones financieros también acabarían siendo pasto de gusanos. Dentro de poco, ni eso. Ya existe un candidato transhumanista a la presidencia estadounidense que ofrece la vida eterna a cambio del apoyo a su campaña- ¿Quieres morir? Pues en caso de que la respuesta sea negativa, vótame.
Por muy tentador que pueda parecer a priori lo que oferta esta gente, a servidora se le han puesto los pelos como escarpias. He sufrido una regresión a la infancia. Para ser más concretos, a un hecho traumático que padecí a los siete años. Sucedió en la clase de religión que nos impartía sor Sebastiana (una religiosa cuyo fervor solo era superado por la contundencia de sus collejas).
Mientras entraba en un estado de levitativo éxtasis teresiano, la buena mujer trataba de explicar a la clase de párvulas la importancia de ser buenas para alcanzar la vida eterna. Recuerdo que entonces, sin saber muy bien por qué, vencí mi timidez congénita para lanzar una pregunta a mi maestra: ¿Y qué se hace en la vida eterna? Hay situaciones que, pese a las décadas y las amnesias de la vida, se te quedan grabadas para siempre. Una de ellas para mí es la cara de Sor Sebatiana balbuceando improvisadas y piadosas contestaciones a mi impertinente pregunta. Cosas como: tocar el arpa y alabar al creador. ¿Pero todo el tiempo?- Insistí yo tozuda.- ¡Vaya rollo! Aquí fue cuando mi exasperada preceptora espiritual decidió administrarme un pedagógico cogotazo que zanjara definitivamente mis inquietudes sobre las bondades de la eternidad.
La sensación es similar con los transhumanistas. Su punto de partida es combatir el riesgo de una superinteligencia artificial y sacar el máximo provecho de ella. Las religiones llevan haciéndolo desde que andábamos dándonos con un garrote. Aunque ellas, en su totalidad manifiesta, son más de combatir el riesgo que tiene la inteligencia humana.
La vida eterna es un cebo muy goloso para casi todo el mundo. Cuánto no más para psicópatas y megalómanos. Puede triunfar presidiendo un programa electoral. O incitar a guerras santas que manden al paraíso a millones de almas. A mí me pasa lo mismo que cuando era cría. La eternidad me da mucha pereza. Es demasiado tiempo para espíritus inquietos y culos de mal asiento.
Me conformo con vivir con dignidad lo que me quede de vida. Con eso tengo bastante.
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