LA DECISIÓN DE MELINA
Melina es una joven de diecinueve años que quiere morir. Su cuerpo está paralizado por una enfermedad degenerativa y las partes que aún puede sentir se comunican con ella a través de un dolor intenso que no conoce la piedad. El hecho de que alguien, con tan solo diecinueve años, desee la muerte puede trastornar nuestra capacidad de comprensión. Pero si pudiéramos asomarnos a la cárcel de Melina, sentir que cada minuto de consciencia en esa diminuta celda de huesos y de piel es una condena al infierno por lo que le queda de vida, quizás asumiríamos su decisión como algo natural. Porque lo natural a esta edad es embriagarse con todas las oportunidades y experiencias que te ofrece el futuro. Explorar el amor en otros cuerpos, ascender una montaña, bailar hasta perder el sentido o simplemente caminar bajo la lluvia son privilegios que sus dolencias hicieron imposibles. Por eso quiere dormir y llegar en paz hasta el final. ¿Tan difícil es de comprender? En la clínica madrileña donde permanece inane a su destino, los médicos se empecinan en mantenerla viva. No atienden sus súplicas enarbolando un juramento hipocrático que, a su criterio, les obliga a prolongarle la agonía hasta el último suspiro. Pero Melina, como muchos otros enfermos terminales, lo único que reivindica es la soberanía sobre sí misma. Ese derecho que debería ser inalienable en todos los seres vivos y que han usurpado otros con argumentos jurídicos, éticos o religiosos. Mientras esperamos que una ley sobre la Muerte Digna nos restituya una libertad de elección que a nadie más debe pertenecer, las lágrimas recorren mis mejillas. El recuerdo de otra muñeca rota por una cruel enfermedad, mi propia madre, se instala en mi cabeza para ordenarme que intente ayudar a Melina. Para que los que, como yo, amamos desesperadamente la vida defendamos su decisión valiente y lúcida. En nombre de su libertad y de la nuestra.
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