EL BURKA OCCIDENTAL
Es imposible abstraerse del horror que nos produce, en los presuntos países civilizados que habitamos, el rostro mutilado de la joven afgana Aisha que ha sido portada del Times en estos días. Pero el propósito de arrojarnos a la cara la barbarie ejercida contra esta muchacha dista mucho del de reivindicar una solución global al holocausto sistemático del que son objeto millones de mujeres en el mundo. La impactante imagen de Aisha trata de justificar una guerra y una ocupación que, en contra de lo que se nos quiere hacer creer, han servido para que la crueldad y el abuso contra el género femenino creciera exponencialmente en los últimos años. No es cierto que la invasión de Afganistan tuviera como misión dignificar la existencia de sus habitantes y menos la de las mujeres. Lo que ha movido esta guerra, como sucede con casi todas, tiene argumentos financieros y del control de las materias primas imprescindibles para poder continuar con nuestro depredador estilo de vida occidental. A las mujeres afganas se les priva de la educación, más del 80% son analfabetas, y de la sanidad. Carecen de cualquier derecho y son utilizadas como mercancías de trueque o reparación de agravios. Las vejaciones que padecen trascienden la asfixia del tupido burka impuesto por los talibanes y que apenas es un símbolo de la cosificación que les empuja a tener un elevadísimo número de suicidios entre la población femenina. La invasión de Afganistan se produjo en el 2001 y una década de ocupación militar no han evitado que las orejas y la nariz de Aisha fueran seccionadas brutalmente. Pero no solo en Afganistan se ejerce esta violencia contra la mujer. Arrojarles ácido, violarlas, lapidarlas o someterlas a ablaciones son algunas de las demostraciones más espectaculares del odio que se practica contra nuestro género en muchas zonas del planeta. Y a pesar de este catálogo del horror, ninguna potencia occidental asume como prioridad el cese de este silencioso genocidio. Como mucho, lo exhiben para cargarse de razones para ocupar militarmente un territorio aunque sus auténticos motivos sean mucho más sibilinos. Será porque aquí, aunque nuestra situación difiera sustancialmente de la de estas mujeres, tampoco hemos sabido sacudirnos la lacra de la violencia y cientos de mujeres mueren cada año a manos de los que se consideran sus dueños y señores. Crímenes caseros, disfrazados de violencia doméstica, que contemplamos tras el burka de la relativa indiferencia que provoca la costumbre. Asesinatos y abusos que ninguna invasión pueden frenar porque su origen anida ancestralmente en el corazón de muchas sociedades. Una plaza complicada de conquistar con otras armas diferentes que la educación en el respeto y la igualdad. Seguramente, el mayor y más complicado conflicto que todavía debe resolver la humanidad.
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