LA VIDA NO VALE NADA
"La vida no vale nada si escucho un grito mortal y no es capaz de tocar mi corazón que se apaga". Así rezan los versos de una bella canción de Pablo MIlanés que describe la futilidad de una vida ajena al sufrimiento de los demás. ¿Cómo cuantificar el valor una vida humana? Algunos dirán que no tiene precio pero la realidad cotidiana nos demuestra lo contrario. El pasado febrero, mi vecina Esther se quitó la vida porque no pudo pagar el alquiler de su casa. Este mes de marzo, en oto barrio popular de Zaragoza, un hombre de sesenta y dos años tomó la misma decisión un día antes de que lo desahuciaran. Dejó una nota explicando que, debido al paro y la precariedad que la familia padecía, no se podía hacer cargo de sus obligaciones económicas. Junto a ella, la notificación de desalojo que le había mandado el juzgado.
En estos dos casos, como en tantos otros que pasan de puntillas por la sección de sucesos, la vida tenía un precio. Y no hablamos de cantidades desorbitadas como los supermillonarios rescates financieros que la sociedad española ha insuflado a los bancos. El rescate que necesitaban estas personas para sobrevivir no influye en la prima de riesgo ni puede alterar los índices bursátiles.
El dinero no es lo más importante. Para cauterizar esta sangría humana solo hace falta un sistema con un mínimo criterio de justicia social. Con un poco de vergüenza.
Cuando el melón constitucional se abrió, para convertirnos a todos en avalistas del desastre que lió la banca, la vida de muchos españoles entró en quiebra. Empezamos a pagar una deuda ajena y hemos ido viendo como embargaban nuestros más valiosos bienes. Una sanidad universal que era referente y envidia de la comunidad internacional. Una educación pública a la que se ha ido esquilmando hasta dejarla en el chasis. Una red de asistencia social que garantice los mínimos vitales para los más desfavorecidos... todo engullido para mayor gloria del establishment financiero (el único dios verdadero).
Mientras muchos ciudadanos sufren la insensibilidad institucional hasta el punto de verse abocados al suicidio, las crónicas nos narran el desmadre tarjetero que se corrían los consejeros de algunas entidades rescatadas. Como los chicos de Bankia, ese alegre y variopinto grupo de ¿asesores?, que abarcaba desde el presidente de la patronal hasta sindicalistas o representantes de distintos grupos políticos. Sus vidas también tenían precio. Al menos sus voluntades. Y el precio, en este caso, era el uso indiscriminado de un trozo de plástico que les abría las puertas de un paraíso donde todo era gratis y libre de impuestos. Comilonas en sus propios restaurantes, extravagantes gastos farmacéuticos, lencería fina, coches de alta gama, sospechosas siestas en lujosas suites a mediodía, exóticos viajes, incluso dinero en efectivo. Y eso que, según cuenta uno de los agraciados, se les había advertido que la tarjetita no debía emplearse en asuntos erótico-festivos.
La vida de estos consejeros nunca se ha visto asediada por la miseria o la indiferencia. Están vivos porque respiran, comen y defecan con la simplicidad de cualquier organismo primitivo. Pero su falta de decencia huele a muerto. Ni los más caros perfumes conseguidos a golpe de tarjeta consiguen neutralizar su pestilencia. ¿Qué valor tienen estas vidas?
Otra vez Pablo Milanés suena en mi cabeza: "La vida no vale nada cuando otros se están matando y yo sigo aquí cantando cual si no pasara nada"
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