FELICES COMO LOMBRICES
Los finales de los cuentos que leía en mi niñez siempre me crearon muchas incertidumbres. Todos concluían más o menos con la misma cantinela. Los personajes protagonistas vencían a los malvados y eran por siempre felices comiéndose unas perdices. No entendía muy bien por qué devorar esos pajarillos era clave para lograr la felicidad. Hasta que me di cuenta que hay pocas palabras que rimen con felices. Y comer lombrices, por ejemplo, no resulta un menú tan sugestivo para todos como las susodichas aves en pepitoria. Aunque para gustos, gusanos de colores.
Pero lo que más me turbaba era cómo sería la vida de mis héroes y heroínas infantiles después de ese fin.¿ Mantendrían la felicidad, con perdices o sin ellas, el resto de su vida?. ¿Blancanieves y su príncipe acabarían divorciándose por incompatibilidad de caracteres? Y aunque sigan juntos, ¿Quién morirá primero ? ¿Se suicidará el superviviente administrándose una sobredosis de perdices? ¿Caperucita y Pulgarcito se convertirán en adolescentes problemáticos víctimas de un síndrome post-traumático?
Nunca lo sabría. Pero intuía que la felicidad absoluta era un bulo. Alguien dijo que para llenarse de felicidad lo mejor era vaciarse la cabeza (creo que fue Antonio Machado). La razón nos muestra la vida con todos sus claroscuros. Unos pocos momentos sublimes salpicados por infinidad de otros dolorosos, desconcertantes y angustiosos. Y aún cuando seas un ser privilegiado cuya existencia fluye por caminos sembrados de pétalos de rosas...¿Se puede ser totalmente feliz e indiferente ante el sufrimiento de los otros?
Según el CIS, el 84% de los españoles se consideran felices. Y más del 51% absolutamente felices. He de decir que a mí no me han preguntado. Ni tampoco a nadie que conozca. Pero no quiero ser desconfiada. Si estos datos son reales se impone hacer un estudio sociológico. En un país donde el paro no remite, las condiciones laborales se aproximan al esclavismo, la desnutrición infantil no para de crecer y los derechos civiles están amordazados, un 51% de españoles se declara más feliz que una lombriz. Y no lo digo solo por la rima fácil. Sino porque hay que tener un cerebro de lombriz, o un alto grado de insolidaridad o masoquismo, para sentirse pletórico de dicha en semejante contexto.
También puede tratarse de mero conformismo. Algunos esclavos, acostumbrados a los grilletes, no se tomaron bien la abolición. Para muchos es preferible asumir la infelicidad para disfrazarla de todo lo contrario. Es más sencillo que utilizar la inteligencia para analizar la realidad que nos rodea e intentar mejorarla. Menos cansino.
A mí, como a casi todos, me gustaría alcanzar ese estado de nirvana que me mantuviera en un éxtasis perenne. También yo quiero ser feliz. Y la vida me ha bendecido con personas, afectos e inquietudes que con frecuencia me permiten arañarla con los dedos. Pero, para mi desgracia, no puedo vaciarme la cabeza del sufrimiento y la injusticia que abundan en mi entorno. Quizás, si conseguimos un mundo más humano sería probable que mi corazón rebosara de alegría. Yo creo que la justicia social nos puede hacer mucho más felices que un abundante banquete de perdices. Podemos cambiar el final de este cuento. Siempre, claro, que no tengamos vacía la cabeza.
Pero lo que más me turbaba era cómo sería la vida de mis héroes y heroínas infantiles después de ese fin.¿ Mantendrían la felicidad, con perdices o sin ellas, el resto de su vida?. ¿Blancanieves y su príncipe acabarían divorciándose por incompatibilidad de caracteres? Y aunque sigan juntos, ¿Quién morirá primero ? ¿Se suicidará el superviviente administrándose una sobredosis de perdices? ¿Caperucita y Pulgarcito se convertirán en adolescentes problemáticos víctimas de un síndrome post-traumático?
Nunca lo sabría. Pero intuía que la felicidad absoluta era un bulo. Alguien dijo que para llenarse de felicidad lo mejor era vaciarse la cabeza (creo que fue Antonio Machado). La razón nos muestra la vida con todos sus claroscuros. Unos pocos momentos sublimes salpicados por infinidad de otros dolorosos, desconcertantes y angustiosos. Y aún cuando seas un ser privilegiado cuya existencia fluye por caminos sembrados de pétalos de rosas...¿Se puede ser totalmente feliz e indiferente ante el sufrimiento de los otros?
Según el CIS, el 84% de los españoles se consideran felices. Y más del 51% absolutamente felices. He de decir que a mí no me han preguntado. Ni tampoco a nadie que conozca. Pero no quiero ser desconfiada. Si estos datos son reales se impone hacer un estudio sociológico. En un país donde el paro no remite, las condiciones laborales se aproximan al esclavismo, la desnutrición infantil no para de crecer y los derechos civiles están amordazados, un 51% de españoles se declara más feliz que una lombriz. Y no lo digo solo por la rima fácil. Sino porque hay que tener un cerebro de lombriz, o un alto grado de insolidaridad o masoquismo, para sentirse pletórico de dicha en semejante contexto.
También puede tratarse de mero conformismo. Algunos esclavos, acostumbrados a los grilletes, no se tomaron bien la abolición. Para muchos es preferible asumir la infelicidad para disfrazarla de todo lo contrario. Es más sencillo que utilizar la inteligencia para analizar la realidad que nos rodea e intentar mejorarla. Menos cansino.
A mí, como a casi todos, me gustaría alcanzar ese estado de nirvana que me mantuviera en un éxtasis perenne. También yo quiero ser feliz. Y la vida me ha bendecido con personas, afectos e inquietudes que con frecuencia me permiten arañarla con los dedos. Pero, para mi desgracia, no puedo vaciarme la cabeza del sufrimiento y la injusticia que abundan en mi entorno. Quizás, si conseguimos un mundo más humano sería probable que mi corazón rebosara de alegría. Yo creo que la justicia social nos puede hacer mucho más felices que un abundante banquete de perdices. Podemos cambiar el final de este cuento. Siempre, claro, que no tengamos vacía la cabeza.
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